Los pequeños ausentes

Tapa del cuaderno escolar Tamborcito, con la imagen del niño de Tacuarí, ca. 1970.

Desde pequeños aprendemos en la escuela la historia del país. Se nos habla de la Revolución de Mayo, del cruce de los Andes y de muchos otros hechos pero, a pesar de que empezamos a reconocerlos como propios, solo llegamos a comprenderlos plenamente a medida que vamos creciendo. Si pocas veces los adultos podemos vernos como protagonistas o testigos de la historia, son los niños los que, generalmente, están ausentes en esos momentos cruciales como también en otros, cotidianos, pero no por eso históricamente menos importantes.

Quien haya conocido la historia del llamado “tamborcito de Tacuarí” tal vez no advierta en principio que se trata de un niño participando activamente de una guerra. Las imágenes que han llegado hasta nosotros de los niños afectados por la Guerra del Paraguay nos recuerdan que los chicos estaban allí, participando o construyendo, a pesar de sus pocos años, la historia del país: a veces padeciendo las luchas por la independencia o por el ejercicio del poder, por el usufructo de los recursos o debido a los conflictos con los países limítrofes, sufriendo catástrofes naturales o económicas, persecuciones étnicas y políticas infligidas a sus familias, participando como testigos o como actores. En otras ocasiones, en cambio, los vemos tomando parte de fiestas públicas, civiles o religiosas, de actos conmemorativos, de desfiles patrióticos, de celebraciones escolares y barriales, como niños que son.

La infancia como tema de indagación histórica comienza con el trabajo pionero de Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, publicado en 1960, a partir del cual se sucedieron las investigaciones acerca de la historia de la concepción de infancia y el modo de concebir la vida infantil y familiar.

Los historiadores creen que, a medida que se pudo controlar mejor la mortalidad infantil (hasta bien entrada la Edad Media, los niños menores de cinco años tenían pocas expectativas de supervivencia), el vínculo entre padres e hijos se transformó. A partir de ese momento las preocupaciones y prácticas tendientes a preservar la vida de los niños fueron transformándose, en sintonía con la voluntad de cuidarse y curarse que el hombre comienza a manifestar con fuerza, sobre todo durante el siglo XVI. La evolución de un nuevo sentimiento hacia la infancia, sin embargo, no se manifestó de manera lineal y fue variando según el período, el grupo social o el lugar.

Desde fines del siglo XVIII los niños van convirtiéndose en el centro de la familia nuclear, afirmada como modelo ideal por el estilo de vida victoriano y por el ascendente lugar que las clases medias van a ocupar durante el capitalismo industrial. La separación entre adultos y niños, la consolidación de espacios de socialización diferenciados, la desvinculación de las prácticas de trabajo y de ocio y la consolidación de una imagen idealizada de la niñez marcan un modo de pensar a los niños del que somos herederos.

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